«Cuando se resquebraja el suelo sobre el que estás parado, el horizonte se abre en todas direcciones; depende de uno morirse de miedo o mirar hacia adelante en busca de otro lugar», nos dice el autor en estas páginas en las que revalora su hacer cotidiano tras las reflexiones suscitadas en nuestro XVIII Coloquio: Las tres eras de la imagen.
Por Mauricio Gómez
La primera vez que escuché acerca de José Luis Brea fue en un curso en línea impartido por 17, Instituto de Estudios Críticos. Sinceramente no le di demasiada importancia a pesar de que, en aquel entonces, lo que averigüé sobre él me sorprendió no sólo por la cantidad de material escrito que había producido, sino también —y sobre todo— por su avanzado y distinto modo de pensar respecto de sus contemporáneos, especialmente en el terreno de la informática, la comunicación libre y su afán por «liberar el conocimiento», como él lo llamaba.
Año y medio después me encontré sentado en la inauguración de un coloquio llamado Las tres eras de la imagen, título que no me hizo gracia dado mi poco interés en las artes visuales en general, por lo que no esperaba conmoverme demasiado en las ponencias a lo largo de estos tres días. Por supuesto, como suele pasar en los coloquios de 17, Instituto de Estudios Críticos, me sorprendí de manera casi inmediata y vi que mis intereses tenían que ver mucho más de lo que yo calculaba con el coloquio.
Lo primero que me descolocó fue «recordar» que Las tres eras de la imagen es un libro de José Luis Brea, y que la persona que puso en mi cabeza su nombre estaba sentada una fila delante de mí (una fila y un lugar a la derecha, para ser más precisos).
Más adelante, gracias a la claridad de Miguel Ángel Fernández Navarro, entendí que las tres eras de la imagen no sólo tenían que ver con los estudios visuales o la filosofía estética, sino con prácticamente cualquier quehacer humano, puesto que las imágenes no son elementos pictóricos de lo que sea que queramos mostrar, sino representaciones mentales que tienen que ver mucho menos con el sistema ocular corporal de lo que usualmente pensamos. Una imagen existe independientemente del soporte de la experiencia física; esto es lo que hace posible la fotografía realizada por ciegos, por ejemplo.
Esto me hizo pensar en qué imagen tengo de ciertas cosas: de los estudios visuales, de la universidad, de la sociedad, de lo que hago para ganarme la vida… Fue este último pensamiento el que más me movió, porque me di cuenta que la imagen de lo que hago y de lo que quiero hacer no correspondían tanto como me gustaría.
La culpa también es en parte de 17 y de sus actividades editoriales: mientras yo trabajo para el gobierno, es decir, para el sistema de la ficción, donde es más importante hacer reportes, informes, reuniones, etcétera que hacer el trabajo, Gabriela Olmos (coordinadora editorial de 17) inundaba de amor por el arte que es su quehacer editorial la sala de Casa Refugio Citlaltépetl, lugar donde se llevó a cabo la presentación de tres libros después de un año de trabajo. ¿Cómo no conmoverse cuando se escucha a una persona que le apasiona lo que hace? Y más si eso que hace es lo que también tú haces… Bueno, más o menos.
Sí, 17 tiene la culpa, pero no escribo esto como reclamo, como si se tratara de responsabilizar a alguien por lo que me pasa, sino que cuando se hace algo con pasión y gusto, el resultado transmite esos sentimientos tan cálidos en cada esquina, en cada hoja, en cada ápice del resultado; y eso, lejos de engendrar envidia, contagia, contagia y transmite hambre de hacer eso que nos llena, eso que implica muchísimo trabajo y que no importa porque se hace con pasión, con intensidad y también, ¿por qué no decirlo?, con cierta obsesión masoquista. Sí, 17 tiene la culpa, aunque más que sentir culpa creo que debería sentir orgullo, orgullo de generar malestar, inconformidad e incomodidad con mi quehacer diario.
En cuanto a mí, lo que siento es una mezcla de miedo a lo que pueda venir y emoción por las posibilidades. Cuando se resquebraja el suelo sobre el que estás parado, el horizonte se abre en todas direcciones; depende de uno morirse de miedo o mirar hacia adelante en busca de otro lugar. Después de todo, si lo pensamos con atención, lo que debería asustarnos es la pasividad, la costumbre y la rutina que poco a poco pudren nuestro interior, que con cada día que pasa matan uno a uno nuestros sueños en un proceso tan lento que ni siquiera nos damos cuenta. En pro de la estabilidad dejamos que nuestros sueños se nos escurran entre los dedos y se vayan por el drenaje. ¡Bendita estabilidad!
Después de estos años estudiando el posgrado ya no puedo permanecer en donde estaba. Posiblemente nada se movió a mi alrededor: el piso no se resquebrajó, no se abrió el horizonte con una infinidad de posibilidades, pero algo se movió en mí. Pienso en Nora y su Casa de muñecas, y no puedo sentir más que alegría porque para eso se estudia, para seguir cambiando, para no conformarse, para no establecerse.
Ya no puedo vivir como vivía hace tres años. Quiero pensar que es para bien, pero tampoco puedo asegurarlo, pues todavía no sucede nada. Y no quiero que éste sea un testimonio fatalista, más bien lo que quiero decir es que estudiar es como comer del árbol de la ciencia, como la pastilla roja de The Matrix: una vez que la pruebas, no hay marcha atrás, no puedes seguir pretendiendo que no sabes, que nada ha cambiado porque, aunque el cambio no sea evidente porque sucedió en ti, ya nada es como antes.
Por eso digo que la culpa es de 17, Instituto de Estudios Críticos, porque es un agente revolvente: el Lucifer que ofrece la luz, el Morfeo que ofrece la pastilla, la espina que no deja que te quedes quieto, que te establezcas.
Por otro lado, algo que tardé en entender de 17, Instituto de Estudios Críticos es que en realidad no es un agente del todo. Es más bien un espacio donde cualquier cantidad de sujetos con cualquier cantidad de intereses convergen. 17 sólo es el facilitador de aquello que quieras hacer, lo que me hace pensar que el agente revolvente no es esta institución de nombre raro, sino yo mismo: yo soy el que quiere revolverse, el que quiere escapar de su casa de muñecas, el que quiere comer del árbol del conocimiento, el que prefiere vivir en Zion en una distopía apocalíptica antes que vivir en un lugar falso donde nunca pasa nada. Lucifer, Morfeo, Mefistófeles o cualquier otro ser que ofrezca una ruptura de esta índole vive en nosotros, vive dentro de mí.
Sí, 17 tiene la culpa, pero yo más por acercarme a este espacio de extranjeros exiliantes y aferrarme a no dejar de pensar, de criticar, de hacer. Al fin y al cabo para eso es la vida. Al fin y al cabo para eso quiero que sea mi vida.