Ecocidio: el eco del suicidio

por María Vázquez

Oigo tus pasos navegar entre la lluvia. En la ciudad te vas diluyendo en el viento, molusco atrapado entre una multitud de espejos de concreto que devuelven una imagen deshecha en incontables trozos sin forma definida: rompecabezas disuelto en sí mismo.

Es la entrada del verano de 2017 y te diriges al coloquio de 17, Instituto de Estudios Críticos, con un resplandor especial esta vez: obvio y fortuito engranaje del Instituto, ubicado ahora —ubicación ubicua— en coordenadas contundentes, vertiente de un vértice en vértigo: el abrazo de Reforma y Eje Central, la antigua Tlatelolco, sentada en una historia que se come los siglos y nos reúne alrededor del fuego de la memoria, ardiendo en el incendio del aquí y el ahora.

Cada día de esa última semana de junio debes emprender un viaje de varias horas, de ida y de regreso, surcando el enjambre voraz y neurótico de los autos y el transporte público de fauces desbordadas de la caótica CDMX —esfinge y eclipse, volcán que anuncia el punto de ebullición—, para encontrarte con rostros conocidos y queridos, y muchas presencias nuevas unidas y reunidas en torno a los pensamientos que atizan esa hoguera de —muchas más que— tres culturas.

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Desde la primera mañana que emprendes el viaje al coloquio enfrentas el ciego desasosiego de la distancia y la marea vehicular. Antes de llegar, te sientas en el asta bandera del corazón de Tlatelolco y una mujer de edad indefinida se acerca a ti para venderte una paleta de dulce. No aceptas la paleta, pero le das el dinero. Ella, vieja y joven, lo recibe con alegría pero no se va, se sienta junto a ti y te dice que prefiere una sonrisa tuya. Luego te invita a su cumpleaños —de pronto se volvió niña—; no puedes asistir, lo sabes, pero no se lo dices para no enturbiar su risa. A cambio, te levantas y le das un fuerte abrazo, que huele a tormenta.

Regresas por la tarde al auditorio del Centro Cultural Tlatelolco (CCT), vienes de recorrer la plancha del Zócalo, de contemplar un cielo nublado por partículas mortecinas y un suelo sembrado de basura que aúlla con el estruendo de la multitud acorralada por la prisa.

De la práctica pasas a la teoría y escuchas una a una las conferencias, las ponencias, los comentarios. De pronto llega súbito el recuerdo de la pluma de Alfonso Reyes: el trozo de un ensayo —Palinodia del polvo, de 1940— que quizás es el primero que aborda el tema del ecocidio en la literatura y la poesía mexicana, incluido en el libro Ancorajes. Aguda percepción, angustiado reclamo que después retomarían Paz, Fuentes, Pacheco y Aridjis:

¿Es ésta la región más transparente del aire? ¿Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico? ¿Por qué se empaña, por qué se amarillece? Corren sobre él como fuegos fatuos los remolinillos de tierra. Caen sobre él los mantos de sepia, que roban profundidad al paisaje y precipitan en un solo plano espectral lejanías y cercanías, dando a sus rasgos y colores la irrealidad de una calcomanía grotesca, de una estampa vieja artificial, de una hoja prematuramente marchita. Mordemos con asco las arenillas. Y el polvo se agarra en la garganta, nos tapa la respiración con las manos. Quiere asfixiarnos y quiere estrangularnos (…); venganza y venganza del polvo, lo más viejo del mundo (…). Microscopía de las cosas, camino de la nada; aniquilamiento sin gloria; desmoronamiento de inercias, ‘entropía’; venganza y venganza del polvo, lo más bajo del mundo.

Un trozo de ciencia ficción de pronto te enturbia la garganta y atrofia un pensamiento que no logra brotar: decantado en miedo, no será jamás cantado, desencantado testigo de un solar desmoronado, donde brota la palabra de Pellicer: “Cien pueblos apedrearon este valle”.

Y así, día a día, mesa a mesa, se van desgranando sobre el mantel los temas como los granos de una mazorca macabra y transgénica: el cambio climático favorecido por el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero y, con ello, el aumento de la temperatura media global; el aumento imparable del consumo y, con ello, la degradación de los ecosistemas y el crecimiento exponencial de la basura y los desechos tóxicos; la dependencia de los combustibles fósiles; el crecimiento desorbitado de los índices de población; el deterioro, irresponsabilidad e inercia de las políticas públicas en torno al cuidado de los recursos naturales; la pérdida irreversible de biodiversidad; la emergencia alimentaria; la contaminación creciente del aire y del agua, la erosión feroz de la tierra. En las paredes irregulares de madera del auditorio del CCT resuena el eco atroz del ecocidio y las catástrofes como una marcha funeraria.

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Cuando eras niña te dolía el corazón cuando ponían carne en tu plato. No podías tragar el bocado, tratabas de esconder tu pesar, incomprensible para todos, pero a veces no era posible y entonces llorabas sin consuelo. Cuando creciste nunca más te llevaste a la boca un pedazo de carne, pero sólo pudiste reunir un cúmulo de razones convincentes hasta mucho tiempo después. Ahora, sentada en una de las largas butacas verdes frente a los pupitres posmodernos del CCT, vas recolectando uno a uno argumentos que en la niñez comprendías sin palabras.

Pero el encuentro decisivo con la tierra vino al abrazarla, cuando dejaste para siempre el centro efervescente del ombligo de la luna y caminaste hacia el bosque. Ahí, entre las ciudades verdes y cautelosas que habitan los pájaros, el suelo desnudo y fértil te llamó para depositar la semilla del maíz y cuando brotó la primera mazorca, también brotó una lágrima que cayó sobre una tierra que te hizo ir descalza, a deshoras y en silencio.

Por las noches podías escuchar el murmullo de luciérnagas sobre una milpa que no se parecía nada a la transgénica amenaza de un maíz mutilado, comerciado con la voracidad de la avaricia. Ahora, entre los surcos florecidos podías ver los colores de un banquete que sólo habías atisbado entre las palabras. Y entonces, la comida fue realmente alimento, sin más envoltura que tus propias manos.

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Entre las líneas de Trastorno, de Thomas Bernhard, vas leyendo en esos días el eco de una sociedad trastornada, atrapada en un aro de pensamientos enfermos que llevan al

abismo, a la destrucción y a la muerte. Resuena también el eco de las palabras que se fueron sumando durante seis días en Tlatelolco: el dolor de los testimonios de la ANAA, que te recuerda la impotencia de los desplazados de Chiapas con los que conviviste, y también su clara entereza; los científicos comprometidos con la sociedad; las conferencias de Jean Robert, Luis Tamayo o Ramón Vera; de Sergio Villalobos y Joanna Zylinska.

Con la emotiva entrega del Doctorado Honoris Causa a Pat Mooney, activista canadiense fundador y director general del Grupo ETC, cierras con broche orgánico lo que sería una cruzada contra la desesperanza. Te alegra y anima que Mooney enarbole con su propia vida la importancia de no sucumbir ante el desencanto.

Poco antes de escuchar a Mooney en el escenario, Silvia Ribeiro, también del Grupo ETC, te ayuda a dar en el clavo cuando derivas de su ponencia “Tecnologías, poder y geoingeniería” una cuestión para ti fundamental: la destrucción ecológica no es consecuencia de la presencia del ser humano en el planeta pues durante siglos esta destrucción no llegó al límite del exterminio, como ahora. Esta devastación es consecuencia del sistema capitalista que impera en el mundo. Ribeiro se refiere también a la eugenesia y entonces recuerdas que esa bisagra la retoma el prólogo de la serie de Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida que, entre otros, reúne la voz de Foucault, Žižek y Negri: “Eugenesia y capitalismo se leen en continuidad, como modos de dominio que usurpan la inmanencia monstruosa de la vida”.

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Regresas al bosque, luego del último anochecer lluvioso del coloquio. Poco a poco te vas alejando del ruido y las luces de la ciudad que, de marea, pasan de pronto a ser un alud amenazador luego de las catástrofes anunciadas desde tantos frentes. Ya a salvo bajo los oyameles, te resguardas cerca de la tierra, te cobijas con un pedazo de estrellas y sientes en el palpitar del silencio, la humildad congruente y luminosa de lo imprescindible.