por Gilberto Alejandro Ucán
La palabra extinción viene del latín exstinctio, exstinctionis (acción de apagarse una llama haciéndose cada vez más pequeña, como un puntito, compuesta con: el prefijo ex (hacia fuera), como en excluir, expulsar y extraer. Ester prefijo se asocia con la raíz indoeuropea eghs-, presente en el prefijo griego ek-ex, que dio eclipse, ecléctico y el adverbio exo = fuera en griego y en donde tenemos palabra como exogamia, exotérmico y exótico. La raíz del verbo stingere (pinchar, estimular) que discutimos en las entradas de instinto, estilo y distinguir. Este se asocia a la raíz steig- (picar, puntiagudo). El sufijo –tio (-ción=acción y efecto) que nos dio las palabras como exposición, expresión, extorsión y extrusión.
Etimologías de Chile, 2016
Hace algunos momentos revisaba mis notas del coloquio, releí el testimonio que hace seis meses escribí y hoy no estoy tan seguro de que la imaginación nos alcance para pensar otro mundo, sobre todo uno en el que posiblemente ya no estaremos; es decir, el mundo después de la extinción de lo humano en el que sólo quedarán huellas, archivos, objetos cuyo resplandor, sentido y significación ya no advendrán sino como irremediablemente perdidos y que solo un esfuerzo titánico por conjuntar las piezas, fragmentos y restos sobrantes después de la catástrofe los harán medianamente legibles entre la penumbra de aquello que fue y lo que ha de llegar hasta aquellos días quizá no tan lejanos. ¿Cómo se habrá de hacer dicha labor? ¿Habrá alguien que la realice? ¿Estará dicha civilización interesada en escuchar los ecos que brotarán de nuestros restos? ¿Les importará siquiera? Es realmente difícil imaginar si ese trabajo tendrá lugar, si existirá alguien que dé cuenta de nuestro paso por el mundo, si acaso podemos asomarnos en la manera en que el humano recoge las evidencias que nos quedan de otros mundos (el uso que hace de ellas), para pensar un poco este problema al que nosotros mismos nos enfrentamos para escuchar la voz de aquellos que ya no están y que, incluso presentes, su palabra se muestra como ausente; es decir, el problema de imaginar un mundo en el que probablemente ya no estaremos, el problema al que se enfrenta el hombre al borde de la extinción con respecto a su legado es el mismo contra el que choca una y otra vez la voz de lo que flota como presencia invisible, como inaudible y que solo a condición de inventar un lenguaje en el que ello resuene es que tal vez podamos formular un mañana.
Por estos días en que la naturaleza vuelve a estar sobre la mesa de debate, en que lo natural es evocado por ciertos grupos conservadores para justificar sus posturas a ultranza respecto del cuerpo, la familia y la sexualidad, auxiliados presuntamente por la biología y otras ciencias de la materia, cabría preguntarnos: ¿qué es exactamente la naturaleza? ¿Tiene cabida dicha noción, dicho objeto, en las discusiones contemporáneas? ¿Existe algo así como “la naturaleza”? Cuando se habla de la naturaleza usualmente se hace referencia a una entidad estable e inalterable, a una imagen fija e inmodificable; es decir, a aquello que, hoy por hoy, no puede ser de ninguna manera cambiado. En este sentido, la idea de naturaleza suele asociarse a la concepción de destino, a una cierta teleología que marcaría de manera definitiva el decurso y el objeto de la vida. Contra estos argumentos que suelen esgrimirse en nombre de Dios, la infancia, los valores, etcétera, se articulan numerosos argumentos en contra de la idea de naturaleza, contra la creencia de que hay sustancias eternas que persisten a lo largo del tiempo y que escapan al devenir. Sin embargo, pareciera ser que existen hechos factuales que en este momento no pueden ser modificados de alguna manera: la existencia de padecimientos incurables como el caso del VIH, la presencia de “discapacidades” como el autismo y el síndrome de Down, la sexualidad, la muerte, etcétera. ¿Denotaría esto la insistencia de una naturaleza de la que no podríamos escapar?
La discapacidad, el VIH, la sexualidad y la muerte constituyen presencias a las que cierto uso de la biología y la medicina atribuyen una realidad inmodificable, aparejada al hecho de una diagnosis que hace del cuerpo una hiperrealidad, una hipercorporalidad, ligada a un fragmento de sí ‒como sucede en el caso de la discapacidad intelectual en la que el sujeto queda vinculado a la supuesta disfunción cerebral que padece; o como el caso del VIH y la sexualidad, donde los discursos quedan circunscritos al virus y los órganos genitales. Hablar de naturaleza de este modo implica hablar de las maneras en que una presencia queda enlazada con un objeto, con una representación que probablemente tuvieron vigencia y validez, pero que se ha tornado mirada fascinada que hace de ambos un fetiche y que termina por consumirle en su totalidad. ¿Se puede seguir hablando entonces de naturaleza ante el devenir de los discursos médicos, científicos, tecnológicos y culturales que nos muestran otras posibilidades, virtualidades, para aquellos objetos sobredeterminados por ciertos discursos? ¿Podemos seguir ignorando la virtualidad que el mismo devenir ilumina y hace posible? La naturaleza sería pues, de igual forma, el modo en que una época ha llegado a comprenderse a sí misma y lo que le rodea dentro de los límites que ciertos discursos y relatos le han provisto para pensarse, cuya validez radicó en el hecho de que esta comprensión le permitió cuidar de sí ante la amenaza de la muerte.
El propósito de la diagnosis es la de la certeza, ello no tendría mayor inconveniente en el campo estrictamente médico donde su función es, precisamente, detectar todo aquello que atente contra la vida, remar a contracorriente de la muerte y para ello precisa de parámetros estables y adecuados que le permitan identificar las amenazas latentes en los signos y síntomas a partir del conocimiento preciso de un objeto o sistema. Cuando dicha metáfora rebasa la disciplina de la que proviene, la posibilidad de lectura se trastoca en un eclipse de la mirada, la legibilidad que nos abre la metáfora diagnóstica queda establecida al inclinarse a aprehender los objetos desde la amenaza que estos suponen al ser la enfermedad la ausencia de algo, en las sensaciones y afecciones que despierta ante la visibilidad que el diagnóstico hace posible, de lo cual la certeza es la satisfacción y el placer que produce el control sobre la amenaza desde los procedimientos a los que el diagnóstico conlleva. Pensado así, ¿qué ocurriría cuando el diagnóstico es incapaz de leer sobre sus parámetros y objetos una fuerza incontrolable que supone la muerte real (que no menos interpretable) o imaginaria (que no menos eficaz), destruyendo cualquier certeza posible sino la pérdida de un placer y con ello del mundo?
Atendamos un momento al caso que Kenzaburo Oé nos expone en su novela Una cuestión personal, la cual, como sabemos, brota de la experiencia que tiene con la discapacidad de su hijo y que resulta ser esa “fuerza incontrolable” de la que se desprenden las ideaciones asesinas por parte de Bird, el protagonista de la novela, en contra de su hijo recién nacido que, en primera instancia, ante la visión de su cabeza desmesurada y deforme, encarna la imagen de los monstruoso, de lo inhumano, de lo antinatural, de la muerte. La imagen del hijo monstruoso resuena en los ojos de Bird, hijo del cual no quiere ser padre, resquebrajando la noción misma y la imagen propia de lo que entendía por paternidad; esto, evidentemente, le sumerge en una crisis, una catástrofe de la que solo saldrá en el momento en que logre replantearse la relación con aquella presencia antinatural que la naturaleza le ofrecía: escuchar su voz. Es decir, renunciar a la representación naturalizada de lo que significa ser hijo, de la imagen de sí mismo como padre. La renuncia de Bird, que es la renuncia de Oé, implica la pérdida de un objeto de la mirada, del fetiche que le daría la certeza de un hijo “sano”, requirió desviar la mirada de la cabeza del recién nacido hacia el resto del cuerpo y lo que éste pudiera anunciar como virtualidad en la búsqueda de nuevas formas de placer, de otros modos de saber que le permitieran estar junto al niño y continuar viviendo.
Recurrimos a la naturaleza por vía del diagnóstico como una placentera certeza que nos salve de la muerte que viene de ella misma. En el afán de certeza, en la búsqueda del placer, perdemos de vista que la muerte no viene de fuera: ella misma es la fuerza incontrolable e inmodificable (al menos hasta ahora) de una naturaleza azarosa que nos expone a cada paso al error, a la equivocación, a la finitud y ante la cual no cabe sino reinventar los placeres al precio de la dolorosa pérdida de otros, de los objetos que nos proveían de certezas y que, de otra manera, nos condenarían a la muerte definitiva y real, a la conclusión de todas nuestras posibilidades, a la extinción definitiva del mundo. Hacemos de la naturaleza un fetiche a través de los objetos que nos proveen la certeza diagnóstica para salvarnos de la inmanencia, de la presencia, de la muerte que la naturaleza misma nos arroja, la cual desafía y pone de cabeza nuestros dispositivos y tecnologías de lectura y que, por ello, en otras culturas, tanto a la naturaleza como al placer y la muerte se les definió tal y como lo que hoy alcanzamos a denominar balbuceantemente como lo sagrado, como lo inefable.
Perder un objeto es perder el yo, es perder el lenguaje, es perder un mundo, es perder una particular manera de cuidar de sí ante la presencia de la fuerza incontrolable de la naturaleza. Dar cuenta de la naturaleza supone el mismo ejercicio creativo que nos invita a imaginar el mundo después de nuestro paso, implica escuchar ahí donde hay silencio, implica mirar allí donde lo natural ha quedado invisibilizado por una representación y el uso que el erotismo le dio a ella. Tal vez no podamos pensar un mundo, quizá no podamos revivir otro pasado, pero sí podemos inventar otro lenguaje, otra manera de dar cuenta de esas fuerzas incontrolables que antaño denominamos “dioses”, en otras tecnologías, en otros objetos. El problema mayúsculo reside en preguntarnos: ¿cómo dejarnos afectar por la muerte que anuncia dicha voz? ¿Cómo no sucumbir presas de la angustia que en muchas ocasiones nos llevan a aferrarnos al fetiche?
La filosofía es una manera de vivir pero es también una manera de morir, late allí donde intenta dar cuenta de una ausencia, de que algo no está, en el momento de una pérdida virtual o inmanente. Albert Camus decía que el asunto realmente importante para la filosofía era el suicidio, saber si valía o no la pena vivir una vida, y que en muchas ocasiones las razones que teníamos para vivir eran también excelentes motivos para morir. Pensar en el dolor y en el placer no forma sino parte de la misma trama que define lo erótico, la verdad y el yo. El erotismo, el placer y el dolor, la sexualidad y la muerte constituyen los escollos más difíciles de sortear para el pensamiento crítico, desbordan siempre los límites de la representación y se dan en la naturaleza como sensación. ¿Cómo traspasar la barrera del dolor y el duelo para escuchar otras voces? No hay una respuesta, queda la apuesta por el lenguaje, por encontrar los instrumentos para escuchar el silencio sobredeterminado de la inmanencia; quizá haya que contar un chiste para alcanzar a transmitir algo de eso y poder estar juntos, poder seguir viviendo.