Cuando las calles queman: manifiesto por la emergencia

por Vladimir Safatle

 

n-1

«De todas formas, qué idea más convencional la del libro como imagen del mundo. Verdaderamente no basta con decir ¡Viva lo múltiple!, aunque ya sea muy difícil lanzar ese grito. Ninguna habilidad tipográfica, léxica o incluso sintáctica, bastará para hacer que se oiga. Lo múltiple hay que hacerlo, pero no añadiendo constantemente una dimensión superior, sino, al contrario, de la forma más simple, a fuerza de sobriedad, al nivel de las dimensiones de que se dispone, siempre “n menos 1” (solo así, sustrayéndolo, lo Uno forma parte de lo múltiple). Sustraer lo único de la multiplicidad a constituir: escribir a n-1»

Gilles Deleuze y Félix Guattari

“Antes de ser la hermana del sueño, la acción debe ser hija del rigor”

Georges Canguilhem

Habría de llegar un tiempo en el que las calles empezarían a quemarse. Desde 2008 ellas se queman en los más diversos lugares: en Túnez, en São Paulo, en el Cairo, en Estambul, Río de Janeiro, Madrid, Nueva York, Santiago, Brasilia. Ellas todavía se quemarán en muchos otros e imprevistos lugares, volviendo a poner lo que está separado por el espacio en una serie convergente en el tiempo. En verdad, por más que algunos busquen convencerse de lo contrario, por más que ahora el fuego parezca haberse retraído momentáneamente, las calles, desde entonces, no dejaron de quemarse, ellas solamente desplazaron sus intensidades. Es importante recordar eso porque hay algo que solamente puede existir cuando las llamas explotan en una coreografía incontrolada de intensidades variables. Por eso, frente a las calles quemándose no se debe correr, no se debe gritar, sino solamente preguntarse: ¿de qué habla el fuego? ¿Qué se dice solamente bajo la forma del fuego?

Quien escucha el fuego quemar en las calles se dará cuenta que él siempre dice la misma cosa: que el tiempo acabó. No solo que ya no tenemos más tiempo, sino principalmente que ya no hay cómo contar el tiempo que está por nacer como una posibilidad presente una vez más. Un tiempo que ya no se cuenta, que ya no se narra, que ya no se habita como hasta ahora se habitó. Este tiempo producirá sus narrativas y sus habitantes y quemará el tiempo en donde narrábamos y habitábamos y contará con números que no conocemos y tendrá tensiones que no sabríamos cómo deducir y desposeerá y ya no será medido como instante o duración y, al fin y al cabo, será otro.

Quien escucha el fuego percibirá que él también dice otra cosa: que ya no hay lugar. En 2013, cuando las calles empezaron a quemarse en Brasil, una periodista entrevistó a un manifestante. Al final, ella le preguntó su nombre. “Toma nota, yo soy nadie”. De hecho, la frase no podría ser más clara. Como un Ulises redivivo frente a los gigantes Polifemo que parecen venir actualmente de todos lados, él encontró en la negación de sí la astucia mayor para conservar su propio destino. Por más paradojal que pueda parecer en un principio, “yo soy nadie” es la más fuerte de entre todas las armas políticas. Pues quien controla el modo de visibilidad y nombramiento, controla lo que aparecerá y cómo se construirán los circuitos de afectos. Por eso, la negatividad siempre fue una astucia de aquellos que comprenden que la libertad pasa por la capacidad de destituir al Otro de la fuerza de la enunciación de los regímenes de visibilidades posibles. “Yo soy nadie” es, en verdad, la forma contraída de: “Yo soy lo que usted no nombra y no logra representar”. Para existir, es necesario hacer que el lenguaje encuentre su punto de colapso. Somos solamente allá en donde el lenguaje encuentra su punto de colapso. A decir verdad, existir es poner en circulación un vacío que destituye, un nombramiento que quiebra los nombres. Si me permiten, es necesario ser un sujeto anti-predicativo.

Contra este tiempo y este espacio, el poder inventa todas las formas de urgencias, de ataques terroristas, de crisis económicas, de violencia estatal. Él exige una solidaridad para la situación actual forjada en el miedo y en el goce. Pocos son los que se adhieren a la situación actual a partir de una ética de la convicción; la gran mayoría adhiere simplemente sin creencia. Lo cual no podría ser diferente, una vez que el poder actual se basa en la movilización continua de la ausencia de salida, de la ausencia de elección. Su lógica es la lógica de la sofocación. Ésta es una de las más miserables ironías de nuestro tiempo: un régimen que pregona la libre elección se legitima a través de la insistencia continua de que no tenemos elección. No hay otro camino, dice el mantra de los economistas-periodistas, consultores de los sistemas financieros especializados en salvarse a cuestas del asalto al dinero público. Y solo hay una manera de llevar a las personas a creer que no tienen elección: hay que gestionar y producir continuamente el miedo; gestionar situaciones de emergencia que se vuelven regla, crear un régimen que se sostenga en la contradicción de ser, al mismo tiempo, liberal y militarista, permisivo y restrictivo, que pregona la libertad individual pero le pone un clip a su teléfono. Un régimen que invade su privacidad en el nombre de su propia seguridad.

Por eso, él necesita hacer reverberar los ataques terroristas en todo el mundo, con imágenes repitiéndose de forma obsesiva comentadas por periodistas con su espanto ensayado, para finalmente alimentar más ataques con esa promesa tácita de éxito de audiencia, para arrastrar a todos los que cayeron bajo la lógica del resentimiento social hacia la promesa del fin del anonimato y del protagonismo encarnado en el papel principal en la escena mundial. El gusto macabro por la visibilidad de eventos de violencia espectacular es tan solo la prueba de la necesidad continua de catástrofes y de circulación de inseguridad como práctica de gobierno. Como ya decía Durkheim, y esto nuestros gobiernos lo saben bien, el crimen no es una patología social, sino un dispositivo fundamental para el fortalecimiento de la cohesión. Por eso, jamás hubo ni habrá sociedad sin crimen. A través del crimen, la sociedad fortalece su sentimiento de unidad contra el daño sufrido, ella vuelve a la vida por tener un riesgo de desagregación al acecho. Ella necesita del crimen. En la actual gobernabilidad, el crimen no es algo que se combata, es algo que se gerencia. Todo queda más fácil cuando el gobierno se reduce a un gabinete del crimen. Eso tal vez explique porqué nuestra época pasará a la historia exactamente como el momento en el que la crisis, en todas sus formas, se volvió una forma de gobierno. El ideal del neoliberalismo es transformar la práctica de gobierno en la gestión de un gabinete infinito de crisis.

Eso se facilita por el hecho de que el neoliberalismo es, más que una doctrina económica, un discurso moral. Su necesidad se impone para nosotros como una exigencia moral, como una moral basada en el coraje como virtud. Coraje para asumir el riesgo de vivir en un mundo en el que solamente se podría sobrevivir a través de la innovación, de la flexibilidad y de la creatividad. Asumir riesgos en el libre-mercado aparece actualmente como la expresión mayor de madurez viril, como salida de la minoridad a la que estarían sometidos aquellos pretendidamente infantilizados por la demanda de amparo del estado-providencia. Ese mantra lleva a los sujetos a creer que si fracasaron económicamente es por una culpa absolutamente individual, por culpa de mi incapacidad para reinventarme, para “reciclarme” como una botella PET. Mientras esa moral del riesgo simulado se blandía en voz alta, dos economistas italianos (Guglielmo Barone y Sauro Mocetti) divulgaron en 2016 un sintomático estudio enseñando cómo los apellidos de las personas ricas en Florencia son, en gran medida, los mismos desde 1427 hasta 2011. Seguramente, ha de ser por mérito y por la capacidad de estas familias de educar a sus hijos para tener coraje frente a los riesgos. Incluso se pueden quedar tranquilos, pues en la primera crisis el Estado los irá salvar, como salvó a Citibank, BNP/Paribas, Deutsche Bank y tantos otros durante tantos siglos.  Lo que se dice en la actualidad es: contra este patrimonialismo explícito travestido de “mérito”, contra este rentismo que se hace pasar por “coraje”, no hay elección.

Hay que tener claridad en este punto para entender una paradoja aparente. Solemos creer que de todo acontecimiento emerge un nuevo sujeto político. Sin embargo, nuestro tiempo ha enseñado cómo todo acontecimiento produce también múltiples sujetos que buscan, con todas sus fuerzas, negar que el tiempo acabó y que el lugar implosionó. Ellos se sirven de la apertura producida por las llamas que queman nuestras calles para usar el fuego en la caldera que cocina el festín de sentimientos reactivos con sus golpes blancos, sus fronteras, sus banderas nacionales, su resurrección de arcaísmos. Fueron esos golpes y esas fronteras y esas banderas y esos arcaísmos que nos hicieron perder hasta ahora e inocular melancolía en algunos de aquellos que podrían estar en el campo de batalla. Pero les recordemos, de forma clara y segura: No, nosotros nunca fuimos derrotados.

Es cierto, nosotros perdimos varias veces, pero nunca fuimos derrotados. Porque nuestras derrotas son, en verdad, el fuego alto que forja el acero de nuestras victorias. Toda victoria verdadera es el fruto de la elaboración profunda sobre nuestras pérdidas. Ella reverbera el deseo animal de nunca más perder. Por eso, solo vence el que cayó y clama con paciencia una segunda oportunidad. Ella vendrá, antes de lo que pensamos.  Es eso lo que nos lleva a afirmar que dichas pérdidas no son ninguna derrota. Tal vez el rasgo más sublime e incomprendido de la filosofía hegeliana sea la certeza de que las heridas del Espíritu se curan sin dejar cicatrices. Eso significa muchas cosas, una de ellas es que nada, absolutamente nada, tendrá la fuerza para bloquear, de una vez y para siempre, la posibilidad de realizar nuestro destino. Por momentos, este destino habla bajo, pero nunca se calla y eso es lo que importa.

Sin embargo, lo cierto es que nada nos exime de preguntarnos por qué nuestras pérdidas son tan constantes en estos últimos tiempos. ¿Por qué las calles quemándose desde 2008? ¿Por qué nuestras calles quemándose desde 2013 todavía no han producido las transformaciones que podrían producir? ¿Por qué esta fuerza efectiva de la reacción? Varias son las razones que podrían ser formuladas, pero tal vez sea el caso de ponernos frente a una: porque ya no tenemos un cuerpo y no hay, ni nunca habrá, una política posible sin cuerpo. Si queremos volver a vencer, necesitaremos un cuerpo. Tendremos que aprender a decir, como David Cronenberg: “Vida larga a la nueva carne”. Insurrección no es emergencia, o sea, una insurrección no es necesariamente la emergencia de un nuevo sujeto político. La insurrección puede ser la explosión bruta de la revuelta, pero para que esta revuelta forje un sujeto emergente es necesario todavía un esfuerzo más. Solo un esfuerzo más si quisieres resonar la emergencia.

Cuando el tiempo acaba, lo primero que ocurre es que perdemos la capacidad de incorporar, de hacer un cuerpo político de la multiplicidad de demandas sociales. Pues estamos por abrir un tiempo otro en el que tardaremos en entender su pulsación. Esta apertura acarrea siempre la descomposición de las formas de unidad hasta entonces presentes. Sin embargo, es en esta hora en que más necesitamos de otro cuerpo para que la pérdida del antiguo cuerpo no produzca solamente la fragmentación paralizante de demandas en proceso de autonomía. Otro cuerpo que administre todas las múltiples demandas en una constelación, que dibuje constelaciones en las que los lugares específicos sean sometidos a un empuje irresistible de indiferenciación y de descentramiento. Al interior de un cuerpo político construido como una constelación, no hay lugar de habla, y no hay equívoco mayor de los tiempos que corren que el de asociar la política a la constitución de lugares de habla, lugares de quien lucha contra la exclusión a través de nuevas exclusiones.

Al contrario, al interior de la experiencia política efectiva hay hablas sin lugar, hablas que desestructuran la geometría dura de los lugares, hay formas sin figuras. Hay la monstruosidad caótica de hablas sin perspectivas y la belleza bruta de singularidades que no se ubican. Pues, construir una constelación significa permitir a todos los elementos en su interior cambiar de lugar continuamente, circular en una zona de indeterminación en la que todas las diferencias se implican y descentran. Una constelación produce una síntesis sin unidad, y esto es lo que más necesitamos actualmente. Ella produce cuerpos políticos sin jerarquía y funcionalidad, que transforman su fuerza de implicación en empuje de indiferenciación.

Recordemos lo que eso significa realmente. Al igual que en nuestro tiempo, el siglo XIX conoció una secuencia impresionante de revueltas, movimientos e insatisfacción social provenientes de crisis económicas profundas por todos lados de Europa. Al igual que ahora, las calles se quemaron en secuencia. Mineros de Silesia, obreros ingleses, tejedores franceses: todos ellos pararon fábricas, quebraron máquinas, levantaron barricadas, desafiaron el orden instituido. Sin embargo, esta multiplicidad de revueltas solo se transformó en un fantasma que viene a asombrar el tiempo presente cuando todas las calles quemándose fueron vistas como la expresión de un único cuerpo político, un único sujeto en marcha compacta por el derrumbe de un mundo que insistía en no caer. Un sujeto político emergió solamente cuando los mineros dejaron de ser mineros, los tejedores dejaron de ser tejedores y se vieron como un nombre genérico, o sea, “proletarios”, la descripción de quien está totalmente desposeído, de quien es nadie. Fue cuando la multiplicidad de voces apareció como la expresión de la univocidad de un sujeto presente en todos los lugares, pero con la consciencia de su ausencia radical de lugar, que la revuelta dejó de ser apenas una revuelta. Y es que la fuerza de síntesis de otro orden que aparece a través de la univocidad del nombramiento era la condición para que la imaginación política entrara en operación, permitiendo la emergencia de un nuevo sujeto. De cierta forma, es esto lo que nos hace falta: precisamos ser, una vez más, proletarios.

Ser proletario puede significar, principalmente, “vincularse al que no tiene nombre”. Recordemos a Antígona y su acto político por excelencia, es decir, la decisión de enterrar a su hermano, a pesar del decreto de Creonte, representante del poder de Estado. No enterrar a alguien es la figura más clara de la tachadura del nombre y del lugar. Siglos y siglos intentaron deslegitimar la naturaleza política de su acto al decir que se trataba simplemente de la insistencia en las relaciones de sangre al interior de la familia contra las leyes de la polis. Sin embargo, su acto era político porque ella no hablaba a nombre de su condición de hermana, de mujer, de representante de los intereses de la familia, de hija de Edipo, de ciudadana de Tebas, en nombre de su lugar de habla. Ella hablaba de aquello que había sido expulsado del convivio de los humanos. Por hablar en el nombre de lo que ya no era humano, ella podía hablar en nombre de los dioses, una vez que solo los dioses pueden preservar lo que los humanos borran:

«Sí, porque no es Zeus quien ha promulgado para mí esta prohibición [las leyes enunciadas por Creonte], ni tampoco Niké, compañera de los dioses subterráneos, la que ha promulgado semejantes leyes a los hombres; y he creído que tus decretos, como mortal que eres, puedan tener primacía sobre las leyes no escritas, inmutables de los dioses. No son de hoy ni ayer esas leyes; existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan».[1]

Es en lo que no es de hoy ni de ayer, en lo que no conoce la ley del Estado actual, donde se encuentra nuestra imaginación política. Recordemos esto: no bastan revuelta y crisis, no bastan análisis y crítica. Una revuelta es una revuelta es una revuelta y este retorno continuo sobre sí puede producir solamente cansancio y, finalmente, deseo de restauración. La crítica es la crítica es la crítica y este retorno continuo sobre sí puede producir solamente melancolía y, finalmente, sarcasmo aristocrático. Pero, cuando la revuelta y la crítica son impulsos para la imaginación política, entonces ya no hay más tautologías.

En ese sentido, preguntemos de dónde viene el bloqueo de nuestra imaginación política y veremos que nuestra imaginación está bloqueada porque hasta la forma de nuestra crítica usa la gramática de quien nos sujeta. Nosotros hablamos el lenguaje del orden contra el que nos debatimos.  Desde 2013, subimos en el escenario político para, en gran medida, decir: “Yo quiero lo que es mío”, como si todo el problema no estuviera precisamente en hablar que yo también quiero mi parte, yo también quiero mi visibilidad en el régimen de visibilidad actual. En el fondo y una vez más, lo que se ve son apenas individuos en la búsqueda de la defensa de sus propiedades. Así, al hacer de las demandas políticas demandas de autorrealización individual y colectiva (pues en este punto no hay ninguna diferencia entre los dos, el colectivo es apenas un individuo ampliado), terminamos fortaleciendo un orden que afirmará “como siempre dije, solo existen propiedades y poseedores”. Al reducir nuestras demandas a la presión por reparación, fortalecemos a aquellos que tienen la institucionalidad que nos puede amparar. En los dos casos, la gramática de la revuelta es la misma que la del poder. Lo que hay de diferente es solamente la demanda para que dicha gramática se amplíe y sea válida “para mí también”. Como si, en el fondo, todos quisieran ser propietarios de lo que es “su parte”. Esta fue la mayor victoria del neoliberalismo: definir incluso la gramática de nuestra revuelta. No hay que sorprenderse de que la imaginación política acabe por bloquearse. Mejor sería si fuéramos aquellos que no son y nunca serán propietarios, porque buscan realizar la promesa de una apropiación que no es posesión, porque se orientan por un tiempo en el que ya no nos preguntaremos por lo que es nuestro.

Al interior de este horizonte, no es de extrañar que la práctica política termine por reducirse actualmente, en gran medida, al bloqueo de espacios físicos, al cierre de la circulación, a la paralización. Estas son manifestaciones brutas de la indignación de quien se siente lastimado y olvidado y calcula a partir del daño necesario por hacer para ser visto. Pero la política no es solamente exposición de la indignación, aunque eso también le es propio. La política es, en su sentido más profundo, conquista de la opinión pública, producción de aglutinaciones a través de la emergencia de un sujeto dotado de imaginación política capaz de implicar a cualquiera.

Eso tal vez ayude a explicar por qué, muchas veces, no nos dejamos incorporar a un cuerpo político. Pongamos dos razones: una buena y otra mala. Primero, la buena razón. No nos dejamos incorporar porque ya no queremos ser dirigidos y comandados. Formar parte de un cuerpo político da la impresión, a primera vista, de sometimiento a una dirección; cómo los cuerpos en su pretendida anarquía se someterían a un centro funcional, a una organización parte extra parte. Es cierto, y hay que reconocerlo, lo que más destruyó a una cierta izquierda y sus cuerpos, fue su dirigismo, ya sea explícito a través de las decisiones opacas de cúpula de sus instancias dirigentes, ya sea implícito a través de prácticas asambleístas que apenas generan el vaciamiento producido como estrategia de construcción de hegemonía. Conocemos bien el cortejo tedioso de prácticas hegemónicas que no dicen su nombre, al igual que las jerarquías travestidas de horizontalidad y los diálogos hechos de imposiciones en el nombre de alguna colectividad que nunca tuvo la capacidad de operar a partir de la lógica de lo común, pero que, en el fondo, sueña con ser administradora de un condominio propio. Una vez más, no necesitamos nada de eso.

Contra eso, de nada sirve volver, no obstante, a la antigua lógica “contra el control, la autonomía de los individuos”. Hay que tener mucha ingenuidad para tácitamente olvidar cuánta dominación es necesario internalizar para ser reconocido como “individuo autónomo”. Un individuo autónomo no es expresión de libertad, sino de una forma insidiosa de servidumbre. Servidumbre a la disciplina, a la identidad y al autocontrol travestido de madurez. Él no es la expresión de la multiplicidad, sino repetición de la misma reducción de los deseos a la forma calculada de los “intereses”. Una sociedad que se piensa como asociación de los individuos no es una sociedad libre, sino una sociedad controlada por el peor de todos los policías: aquel que cada quien trae adentro. Como individuos, no haremos nada.

En verdad, contra el miedo al control, lo mejor por hacer es recordar lo que puede realmente un cuerpo. Un cuerpo puede ser el campo de implicación genérica al interior del cual somos atravesados por una pulsión que nos constituye, pero de la que no nos podemos apropiar. Pulsión es este impulso que causa mis acciones sin que yo pueda controlarlo, es aquello que me saca de la jurisdicción de mí mismo porque hace resonar historias de deseos deseados que no se reducen a mi historia. Aceptar la existencia de una pulsión es aceptar que algo hay en mi que me destituye de la condición de propio, de portador de intereses propios, de enunciador de una identidad propia. La buena pregunta política será: ¿qué significa hablar a partir de esto que me destituye de la condición de lo propio?

Observemos todavía que este quiebre de la autonomía no implica servidumbre. Servidumbre existe cuando someto mi voluntad a la voluntad de otro. Sin embargo, dentro de un cuerpo político soy causado por aquello que no es voluntad de otro individuo. Soy causado por algo más grande que la suma de los intereses individuales, que no calcula como un individuo, que tiene otro tiempo, que hace resonar múltiples voces y que, por resonancia continua de multiplicidades, constituye sujetos en resonancia infinita, como si dichos sujetos portasen en sí una pulsación que los constituye y los destituye en ritmo perpetuo, que los juega en procesos de continua reconfiguración. Por eso, es necesario percibirse atravesado por una pulsión para actuar políticamente.

Contra esta pulsación continua, constituyente y destituyente, la política moderna inventó la representación. Ella nos hizo creer que solo habría sujetos políticos en donde hubiese representación, que solo sería posible existir si representáramos algo, un grupo, un sector, una clase, un género, una pauta. Ella nos contó el cuento de hadas de los conflictos sociales que deben ser dramatizados como si estuviéramos en una mala obra, en la que los actores irán a interpretar siempre los mismos papeles. Fuera de la representación solo habría caos, y es necesario organizar las voces de tal modo que se pueda controlar su tiempo de habla, su lugar de habla, su perspectiva, sus “instancias decisivas”. Esa era la forma más insidiosa de conservación, y está presente tanto en las instituciones oficiales como en los grupos que se oponen a dichas instituciones. En el centro y en los márgenes, a la derecha y a la izquierda, vemos cómo la representación tiene sus reglas, tiene sus regímenes de visibilidad, tiene sus imposiciones y límites, sus “condiciones de posibilidad”. Pero, definidas las condiciones preliminares de existencia, se define todo. Lo que resta es solamente alineamiento de provincias.

Un cuerpo animado por la continuidad pulsional depone la representación, abriendo espacio para experiencias políticas que traen hacia todos sus circuitos el proceso de decisión. Para ello, dichos espacios se inmunizan contra lo que busca impedir la realización de dicha inmanencia, como la colonización de la política por fuerza de agentes económicos, de las instituciones de todo orden, de las asociaciones que viven de monopolizar representaciones.

Eso explica la necesidad de nunca contentarnos o aceptar una emergencia local. Nuestra lucha no es local, es genérica. La fuerza de colonización de las formas de vida por las dinámicas de valorización del capital no es local, es genérica y el cuerpo que precisamos crear no es apenas el cuerpo político producido en el contacto concreto en las calles. Precisamos de un cuerpo espectral, sin suelo. El local es en donde las condiciones de explosión son dadas, pero no es en donde las resonancias construyen y se construyen.

Es verdad que, cuando la revuelta insurge, tendemos a abandonar la condición de ciudadano del Estado para volvernos miembros de la comunidad, del colectivo, habitantes del lugar propio al territorio. Aquellos que pregonan el advenimiento de la comunidad, de la territorialidad, deben tener oídos para escuchar la limitación que esos conceptos implican. Ya no queremos ser reconocidos apenas en contextos específicos, como portadores de propiedades específicas. Hay algo en nosotros que desconoce especificidades y trasciende contextos, porque somos géneros sin especies, como decía el joven Marx. Solamente hace sentido abandonar el Estado-nación –que de hecho no pasa actualmente de una patología social paranoica destinada a alimentarse de afectos familiaristas, identitarios y excluyentes– en dirección a una trascendencia aun mayor hacia otros contextos. Hay que sacar los pies de la tierra para crear y desear.

Todo eso exige más que la mera indignación, más que la autorización por sí misma que no mide los efectos de sus acciones, que no hace autocrítica continuamente de sus decisiones. Por eso, tal vez venga al caso terminar recordando que no es sentimiento lo que nos falta. En un capitalismo que se alimenta de las excitaciones continuas, que construye el valor de sus marcas a través de la comercialización de nuestras lágrimas y nuestras risas, no habría cómo nos faltaran sentimientos. Todo consumidor habla el lenguaje de los sentimientos y pasiones, de los mismos sentimientos y de las mismas pasiones. Lo que nos falta es rigor. Sí, rigor: la más rara de todas las pasiones, esta que quema y construye. Ninguna verdadera construcción se levantó sin esa impresionante crueldad de artista que se vuelve contra sí mismo hasta producir de sus propios deseos la plasticidad de lo que hace nacer de sí toda forma. Solamente la verdadera disciplina –esta que no es la represión o sumisión de mi voluntad a la voluntad de otro, pero que es trabajo sobre sí, que es producción de una revolución en la sensibilidad– salva. Una disciplina de artista. Es ella la que falta en nuestra política.

Un golpe de tu dedo sobre el tambor descarga

todos los sonidos e inicia la nueva armonía.

Un paso tuyo, es el alzamiento de los hombres nuevos

y su caminar.

Tu cabeza se vuelve: ¡el nuevo amor!

Tu cabeza gira, – ¡el nuevo amor!

“Cambia nuestros lotes, criba las plagas, empezando por el tiempo”,

te cantan esos niños. “Eleva no importa adónde la sustancia de

nuestras fortunas y nuestros anhelos”, te ruegan.

Llegada desde siempre, tú que irás por todas partes.

Arthur Rimbaud, “A una razón”

 

 

Traducción: Sonia Radaelli

 

[1] Tomado de https://assets.una.edu.ar/files/file/artes-dramaticas/2016/2016-ad-una-cino-antigona-sofocles.pdf  N.T.