En nuestro XVIII Coloquio Internacional: Las tres eras de la imagen, W.J.T. Mitchell planteó la invitación a dar sentido al torbellino de imágenes que se pone en juego en un vortex. Aquí el autor equipara esta tarea a la del detective que reúne un océano de pistas para arrojar algo de conocimiento del que no se tenía noticia, pero que siempre había estado ahí. Se trata de ejercicio primordialmente paranoico al que suelen entregarse lo mismo los estudiosos de la imagen, los miembros de la Agencia de Seguridad Nacional, los detectives y los soñadores.
Por Armando Navarro
Señor W.J.T. Mitchell:
Conforme uno envejece comienza a valorar más los acontecimientos como el de su charla. No miento cuando confieso que usted puso en palabras un montón de inquietudes que habían revoloteado largo tiempo en mi cabeza, ya agotada y desnuda. Algo del orden del vortex, que usted describió, es lo que yo padecía en estos temas. Todavía lo padezco, aunque de forma más vivible: si bien es cierto que durante mi juventud tuve serias, casi severas curiosidades alrededor del montaje fílmico, el conocimiento paranoico, las instituciones de vigilancia y la figura del detective literario, debo reconocer que nunca fui capaz de articular estos puntos en un eje que les diera sentido; de provocar con ello una suerte de ruptura del tejido social que llevase a una inminente desarticulación de toda jerarquía posible. Tal vez fue mejor así: los años salvajes de todo hombre deben ser estériles, si sus intenciones rayan en la fantasía de la destrucción romántica. No quiero, sin embargo, dejar pasar esta oportunidad para comentar lo que su plática me llevó a anotar.
Hizo usted una sentencia análoga a otra que estuve buscando mucho tiempo y que nunca llegó a mis manos: «NSA is madness» («la Agencia Nacional de Seguridad es la locura»). Tan sencillo como eso: uno de los cuerpos de inteligencia más poderosos del mundo tiene como base la locura de los hombres y las instituciones, la paranoia. Una locura racional, metódica y, en este caso, de estragos que apenas comenzamos a vislumbrar. Yo hubiera querido decir eso, pero no. Cuando hace mucho quise escribir algo de intenciones similares, sólo tuve una ocurrencia que pareció a mis colegas una tomadura de pelo, pero que hoy comienza a adquirir ciertos matices de verdad: gestar un mecanismo estético que hiciera de las instancias de gobierno en México algo parecido, por intolerable, al proceder pedófilo. Si este tipo de interacción sexual es uno de los últimos tabúes en pie, si es capaz de gestar en la mayoría de nosotros una suerte de policía del bien por el bien, tal vez podamos redirigir esas energías hacia otro objeto, el Estado, y desbancarlo para siempre. Cuando todos me dijeron que estaba loco abandoné la idea. Hoy, que se ha comprobado por medios diversos la existencia de redes de tráfico sexual infantil al interior de nuestro gobierno, me digo que yo tenía razón. Y no me alegra.
Pero si la NSA, o el ejército mismo, son la locura, es preciso señalar eso que usted dijo sobre el detective, su mecanismo paranoico y la imagen como pista a evaluar durante la resolución de un enigma. El detective literario, Dupin, Holmes, Marlowe, tiene por función señalar la forma en que se articulan la ley y la verdad. Hacer ver que sus relaciones no se sostienen como la policía, la fuerza pública encargada de conectar ambos puntos, quiere que creamos. El detective está ahí, al margen de toda institución posible, para apuntar una verdad y mostrar que la lógica operativa de la autoridad es fallida. La imagen como pista tiene implicaciones específicas: ¿qué es lo que permite que una de ellas pueda yuxtaponerse a otra para generar montaje? Que en cada imagen hay cierto abismo de indefinición. Eso posibilita el ensamblaje y la gestación de sentido: una imagen mental que existe sólo en la cabeza del que mira, un principio de interpretación. Es curioso, pero me da la impresión de que, bajo esta lógica, todo espectador se vuelve simultáneamente detective y paranoico, incluso si el cuerpo de montaje está diseñado en ciertos casos para ser invisible. Ante una imagen-pista, el detective debe romper, aunque sea milimétricamente, esa separación sustancial que ha hecho del mundo que está tratando de evaluar: la interpretación que arroje no estará desprovista de cierto resabio de sí mismo. Tal vez por eso él posea también los caracteres maniáticos del criminal. Con todo esto, usted me dio la clave para resolver una tentativa de novela que comencé hace treinta años y que, por falta de herramientas, abandoné una década después: la historia de un detective que, sin saberlo, investiga y resuelve un crimen cuyo móvil, agente y contexto no son otra cosa que él mismo. Se lo agradezco, a pesar de que me parezca ya demasiado tarde para retomar mi relato.
Me parece que el trabajo del detective es similar a lo que usted se refirió con lo de hacer legible el vortex. Leer, dar sentido al torbellino de imágenes, pistas, para arrojar algo de conocimiento que no se había tomado en cuenta anteriormente, pero que siempre estuvo ahí. Leer el vortex es un ejercicio primordialmente paranoico llevado a cabo por la NSA, los detectives y los soñadores: se buscan verdades en esa operación. Escuché lo que dijo sobre su hijo Gabriel, su trabajo fílmico, su esquizofrenia y su lamentable fallecimiento. Investigué sobre su obra y llegué al cortometraje que realizó, What is Mental Illness? Creo que en él hay información que debería concernir a todos los que hayamos sido calificados de anómalos por alguna instancia psiquiátrica o psicométrica: el tratamiento que se da a las llamadas “enfermedades mentales” moldea y diseña la forma en que éstas son experimentadas por los pacientes. Alrededor de las maneras de tratar estos fenómenos hay toda una política y un mercado que se están exportando. En ese sentido, ese encabezado de periódico que se encuentra en el cortometraje, “Es más probable para los niños pobres conseguir medicamentos antipsicóticos”, no sólo resume la locura medular de las instituciones de vigilancia, sino que evidencia el hecho de que es preciso mantener un conjunto de individuos que cumplan la cuota de ser “enfermos mentales”. Que la patología es necesaria, vamos. Para mantener algo. Ignoro qué.
Por lo demás, no puedo despedirme sin hacerle saber que creo que la película de su hijo es un montaje brillante. Tal vez sean las generaciones venideras, más jóvenes que usted, yo, y el propio Gabriel, las que puedan llevar a cabo esa concatenación específica de relaciones entre los temas que usted abordó y que para mí todavía son buitres golpeándome la cabeza y las manos. Tal vez ellos lo hagan un poco mejor.
Mil gracias, señor Mitchell.
Damiana V.