En el XVI coloquio de 17, Instituto de Estudios Críticos Armando Navarro vivió encuentros inenarrables: con un hombrecillo que escribía cartas en el baño y comía pistaches, con un inventor de máquinas para hablar con ballenas, con el chofer de una Hummer negra que tocaba a todo volumen una melodía del Kommander… Todo esto, en el camino de buscar a alguien que le explicara cómo convertirse en un emprendedor crítico. Aquí su testimonio.
Por Armando Navarro
En el momento en que finalizó nuestro decimosexto coloquio, yo ya sabía que afuera del auditorio había una mesa llena de vodka. Como hacía demasiado frío, me apresuré a salir antes que nadie para beber un buen vaso del que sabe a mandarina, porque no me gustan los alcoholes fuertes. Al cabo del quinto vaso, después de impresionar a Ariel Guzik con mi famosa imitación de Fred Astaire, Etelvina se acercó para decirme: “contrólate, no estamos en el Claustro”. Comprendí que no estaban preparados para mis fabulosos pasos, así que fui al baño a refrescarme un poco. Me di cuenta de que estaba orinando en el lavabo al mismo tiempo que noté la presencia de un hombrecillo atrás de mí. Arrodillado escribía una carta utilizando la tapa del retrete como mesa, mientras sollozaba y comía una bolsa de pistaches. El tipo se levantó, dobló el papel y me lo entregó: “quiero que se lo dé a Daniela Cruz”. Como yo no soy mandadero de nadie, le pedí que por lo menos me pagara con lo que le quedaba de los pistaches. Me entregó la bolsa y se fue corriendo del baño. Ahora pienso honrar la confianza de ese hombre haciendo pública su inquietud por el psicoanálisis y el emprendimiento. Del coloquio me fui sin que nadie lo notase, comiéndome los pistaches.
Muy respetable señorita Daniela Cruz:
Todos somos hombres, dijo el filósofo. No me podrá negar usted que eso es una verdad. Pero no le escribo para atacarla. Que soy un hombre intempestivo, lo sé, lo reconozco. Pero eso no quita que yo tenga una profunda veneración por el sexo mujeril, que a todas luces se mira que está mejor pensado. O qué. Le escribo después de algunos días de haberla escuchado, de haberla buscado para que me ayude, para que me cure, porque usted parece, si me permite la incontinencia, una mujer de mucha cultura, de mucho saber. Creo que todo empezó cuando era niño: como me costaba trabajo hacer amigos, a pesar de dejarlos patearme en el piso hasta que llegara la maestra a patearme también, me llevaron al psicólogo. Recuerdo que de su oficina salió una mujer medio desnuda, bañada en sudor, y con un aliento a ron que hubiera enloquecido al mismísimo Diablo. Entré acompañado de mi mamá: vi a un hombre tocar en el violín la versión más sublime del mariachi loco que escucharé jamás. Apenas me miró, tuvo que reprimir la risa al grado de que le sangró la nariz. Cuando mi mamá terminó de hablar de mi situación, el hombre respondió sin duda: “¿no se da cuenta, pobre mujer? El chico es estúpido, ¡mírelo, mire lo estúpido que es!” Mi mamá se puso a llorar y yo le pedí al hombre que tocara otra vez el violín. No obstante, me dije que aunque mi madre me hubiera corrido de la casa a los cinco años, yo tenía futuro. Lo vi mientras pepenaba: un hombre bajó de un Chrysler amarillo, hablando con su reloj dorado y acompañado de una mujer cuyo cuerpo era casi todo auténtico. Seré él, me dije, seré un emprendedor. Desde entonces me dediqué a ahorrar las sobras de lo que me daban los señoras del Continental Legion of Christ Club por avisarles si sus maridos ya se habían vomitado. Años después conocí al amor de mi vida, Satiriasis, con la que me casé y formé una familia. Todo hubiera salido bien de haberme decidido a poner mi propio negocio, pero no: me sometí a los caprichos de mi joven, atractivo y acaudalado jefe, porque yo pensaba que así por lo menos el sustento estaba seguro. A Saty no le gustaba eso. Un día llegué cansado a casa, después de salir tres horas tarde por cubrir a la señora del aseo. Al meterme a mi habitación noté una masa de carne apestosa arriba de mi cama. Sólo después vi que era Saty montada en mi jefe, sólo entonces me fijé en el mar de botellas de Bacardí que ahogaba mi lecho, mi nido del amor. Ella me abandonó y yo me tiré en cama a olfatear sus declaraciones anuales los siguientes dos años. Vi a psiquiatras, médicos, tanatólogos, chamanes, sacerdotes y literatos. Todos me dijeron igualmente lo mismo: “nadie podrá quitarle nunca esa cara de imbécil, mejor vaya a ver a un psicoanalista”. Así que fui a donde me dijeron: el Círculo Psicoanalítico Mexicano. Como lo único que encontré en el edificio fue un montón de jaulas repletas de niños, me di por vencido. Iba caminando un día cuando la encontré, Daniela, cuando vi que su escuela, 17, Instituto de Estudios Críticos ofrecía un evento en la Casa Refugio. Entré y ahí estaba usted. Me dije que sólo alguien que hablara tanto de la verdad y el conocimiento y los aliens podía entenderme. Ahora lo sé, estoy seguro: si alguien puede curarme es usted, será usted la que me permita ganar ese dinero, ese poder que me faltó para conservar a Saty y regalarle esos dientes de oro que tanto anhelaba. Será usted quien me haga ganar el respeto de la gente, ese que nunca me han dado y por el que una vez, incluso, me puse a lamer los zapatos de medio Congreso de la Unión con la esperanza de ganar algún tipo de protección hacia la integridad física de mi persona. Porque en el fondo, lo sé, yo soy como usted. Como habló de la identificación, creo que lo que dijo es que el doctor y su paciente son iguales, porque en el fondo todos somos iguales, con virtudes y defectos. Pero a usted yo no le veo ningún defecto, porque usted es buena, ¿verdad? Se me imagina que usted es el buen comportamiento, las buenas costumbres que se necesitan para progresar y construir un futuro estable, con hijos, mujer, carne sobre la mesa, Wall Street. Todo. Y supuse, mientras la escuchaba, que si yo seguía sus pasos podría por fin dejar de sufrir. Al final quise acercarme, pero por la emoción tuve que ir corriendo al sanitario. Sí, ¿lo ve? Yo también puedo usar palabras así, difíciles. Al salir ya no la encontré: sólo vi un montón de gente y, frente a ellos, la foto de un hombre quemado que me dio asco. Por eso la busqué los días restantes, por eso pasé ahí en el Centro Gutural de España los siguientes días: para encontrarla y hacerle saber que yo soy el paciente que usted necesita. Sí, que necesita. No la encontré, sin embargo. Encontré todo menos a usted. Encontré, por ejemplo, a un señor que venía del futuro. No sabía que 17, tuviera cosas para ir al futuro, pero así es: a la derecha del escenario había una caja enorme, de madera, que servía para hablar con las personas del futuro y, a la izquierda, pusieron una araña gigante para traer a las personas del futuro. El señor del futuro era un hombre delgado y calvo. Nos dijo que era un posthumano y que venía a ayudarnos a acabar de una vez por todas con las manifestaciones de esa bola de nacos que a cada rato cierran las avenidas, nomás por ignorantes. Yo una vez quise estudiar mercadotecnia en la Universidad Insurgentes, porque quiero ser emprendedor, pero me dijeron que si no podía leer por lo menos diez palabras en un minuto no era posible ingresar. El hombre del futuro habló de cómo en su tierra había hecho quebrar algunas empresas, nomás por chingar, gracias a un tipo de tecnología perturbadora que, para mi asombro, no tenía nada que ver con la detestable pornografía. Es tecnología que sirve para interrumpir, como dijo, elementos de mercado y flujos de capital y embarazos y todo. La tecnología disruptiva sirve para pensar la Universidad de otra forma, para planear cosas novedosas, ingeniosas, ostentosas. Deberíamos ir a darles una lección, usted y yo, a esos tarados de la Universidad Insurgentes. También dijo que había inventado unos libros vivientes. Esa noche, triste por no encontrarla, tuve un sueño de lo más raro: yo estaba en una iglesia con Gabriel García Márquez, que bailaba en círculos, desnudo, en torno a un ejemplar de la Sección Amarilla, gran portento. De pronto el libro cobraba vida y García Márquez le ordenaba atacarme. El directorio se me lanzó al cuello para morderme, tirándome al suelo. Entonces, sentada en una de las butacas, grabándome con un iPhone, estaba usted. Desperté. Al día siguiente creí verla entre la multitud, pero no estoy seguro de eso. Yo me encontraba triste, muy triste por no haberla visto, por no haber podido curarme. Escuché a una mujer llamada Beatriz Miranda, que hablaba de los discapacitados. Nos puso una película de un señor que hacía estatuas de cera de los discapacitados y los ponía en una vitrina para que todo el mundo los viera. Alguien dijo que esas personas eran emprendedores críticos por naturaleza. Y fue precisamente en ese momento que me di cuenta de dos cosas: primero, que no tenía una maldita idea de qué diablos significaba eso de ser crítico; segundo, que usted parecía encontrarse en el auditorio. Recuerdo que uno de los señores del Continental Legion of Christ Club decía que era muy crítico porque se la pasaba diciendo que Córdoba Montoya era un pinche joto de La Merced y luego se iba a pegarles a los del valet parking. Lo que decía la señora Miranda parecía, sin embargo, diferente de eso. Como sea, lo único que pensé en ese momento fue acercarme a usted para iniciar mi cura. Sé que usted hubiera aceptado, sé que de verme hubiera sonreído al grado de salir de ahí conmigo para llevarme directamente a su diván, pero no pude: me di cuenta de que un hombre me veía fijamente, un señor que caminaba por todo el auditorio, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, vigilante. El hombre me veía desde sus ojos, sagazmente tapados con un sombrero. Podía olerme, lo sé, desde su nariz, que presidía un bigote supremo. Supe que todo estaba perdido, que el hombre estaba ahí para evitar nuestro encuentro, nuestro viaje homérico. No pude más: mareado, llorando como cuando me pegaban de niño, me fui corriendo. Al salir del Centro vi que se acercaba, entre la niebla, una Hummer negra, enorme, con un rótulo de L’École Lacanienne de Psychanalyse. Traía a todo volumen una canción del Kommander cuya letra no quiero recordar. Del quemacocos salió un hombre canoso, con lentes de pasta y vestido de blanco, que arrojó una granada a la puerta del recinto. Me llevé la bomba lo más lejos que pude y la tiré por ahí, ignorando la sarta de turistas que se emborrachaban poseídos por el ritmo de las cantinas. Supe que todo estaba perdido para mí. Sólo me aparecí al día siguiente por costumbre, porque ya era yo un asqueroso adicto. A las dos de la tarde mi vida se iba a acabar, y con ella mis sueños de curarme y de ser emprendedor, de ser glorioso. Antes de llegar al Centro compré un café, al que escupió la señorita que atendía la tienda, y una bolsa de pistaches, que degusto ahora y es mi último alimento. Entré a la sala, estaba todo oscuro, porque ya había empezado la plática del inventor. Era un inventor de máquinas para hablar con ballenas, de televisiones que podían ver cosas insospechadas. Ese señor construyó una guitarrota que se conecta, no a un amplificador, sino a un nopal, para ahorrar luz. O algo así. Como yo estaba muy sorprendido con todos sus inventos, me acerqué todo lo que pude para apreciarlos mejor. El señor se puso a contar de cuando se murió su papá y luego se fue al mar a hablar con las ballenas. Yo me puse a ver una cajita que puso en el suelo, toda llena de botones, agujeros, letras y dibujos del futuro. También tenía una luz que daba vueltas y que, si uno miraba muy fijamente, podía caer desmayado. Yo me quedé pasmado con esa caja, señorita, y por la emoción intenté tocarla: le tiré mi café encima, que ya me había tomado casi todo, pero con eso bastó para descomponer la caja del inventor, que hizo una pausa cuando vio lo que hice. Se puso muy triste, le dieron ganas de llorar, pero no hizo nada por acusarme, para no hacerme pasar una humillación, y siguió su gran discurso. Era tan bueno. Al final me acerqué a abrazarlo, pero no pude porque un idiota lo estaba asustando con una imitación de Fred Astaire. Así que me fui. Ahora sólo me queda agradecerle. Agradecer su sapiencia, su ideología, sus aliens, su verdad. Agradecer la bondad con la que me trató, con la que seguramente me hubiera tratado para curarme. Dejo a usted mi única foto. Tal vez allá en el cielo podamos encontrarnos, si usted me reconoce. Tal vez ahí pueda curarme. La foto está más abajo. Es esa que Satiriasis me tomó en el parque, justo después de pedirle que se casara conmigo. Sé que usted sabrá ver lo que hay ahí: un hombre talentoso, digno, merecedor de respeto, de profundo amor.
Suyo…
S.P.
Foto tomada por mi mujer a finales de 1995. Antes de perderla para siempre, como la perdí a usted.