Habitar un sitio no es sólo estar en él; habitarlo es recorrerlo, experimentarlo a cada paso y apropiarse de él. En este sentido es posible habitar una imagen. Lo hacemos siempre que ésta se convierte en un ámbito significativo, sea cercano o no, tangible o no, pasado o presente. En estas líneas la autora nos invita a pensar la mirada como la vía para habitar «esas millones de realidades que no queremos ver: la casa cayendo en mil pedazos, los cuerpos desconocidos que se desvanecen en la duda, el registro caótico de un mundo que no podemos habitar porque es tan sólo una imagen a punto de desaparecer».
Por Salomé Esper
A las armas las carga el diablo, decían las abuelas. A las coincidencias también. Es imposible no pensar en una mente maligna que va por detrás de los escenarios diarios que recorremos y que creemos tan reales y neutros, dados en su misma evidencia. Pero no, ahí va el ser maligno bordando con hilos finos para después sentarse y, ¡zaz!, movernos a todos de un lado para otro, chocarnos, encontrarnos misteriosamente parados ante nuestro deseo o ante el enemigo (o si tenemos muy mala suerte: haciéndonos mirar al deseo como enemigo).
¿Qué coincidencia terrible me hace inventarme/nos un pequeño diablo? Sólo el universo. Sí, ése. El grandote que no entiendo y me da pánico. Esta idea de que todo está dado de tal manera que, gracias al perfecto equilibrio de las órbitas, la presencia exacta de ciertos planetas, el golpe acertado a tiempo, el amigo de Júpiter recibiendo disparos por nosotros, haya vida en éste. Nada más que la existencia. Nada más.
Quizás no haya sido buena idea ir al Museo de Ciencias Naturales después de ir al Coloquio de Estudios Visuales. Ver los caracoles y formaciones de corales y recordar a Keith Moxey y su recopilación de objetos naturales para apropiarse de un tiempo que los trasciende por millones de años. Ahora voy por las vidrieras del museo preguntando “¿esto es animal o planta?”. Veo cómo las madres le explican a sus hijos “y éstos son todos átomos”, veo cómo los padres le preguntaban a sus hijos (delante de una gráfica de la evolución de la vida en el planeta) “y aquí, ¿qué pasó?” y los chicos respondiendo a coro: “¡se murieron todos!”
Los carteles del museo me informan: en el primer choque de asteroides desapareció el 95% de las especies vivas. El 5% evolucionó. Después vino otro gracioso asteroide y eliminó al 70% de los pobres bichos que habían evolucionado. Y por ahí, después, venimos nosotros, agradeciendo que ya no existe la sanguijuela gigante fluorescente que podría haber sido adicta a envolver humanos y asfixiarlos lentamente. O teniendo pena por tantas profundas charlas perdidas con alguna especie que a lo mejor iba a ser nuestra gran amiga.
“El mundo es un red incansable de puntos que remiten a sí mismos” nos dice Jean-Luc Nancy en una habitación en Francia, desde un tiempo levemente anterior a nosotros, público espectador del XVIII Coloquio Internacional de 17, Instituto de Estudios Críticos, que escuchamos atentos en un auditorio al que le precede el esqueleto colgante de una ballena en la Biblioteca Vasconcelos. Y el cuerpo es “la articulación de una posibilidad del mundo”.
Un universo lleno de cuerpos, articulando posibilidades. Cuerpos celestes, cuerpos desconocidos de otras galaxias, cuerpos que rozamos en los microcosmos de cada día, cuerpos desconocidos que reclamamos. Cada cuerpo ocupa un lugar más o menos variable, una órbita que permite evitar la catástrofe. Pero ocupar un lugar no es habitarlo. Habitarlo es recorrerlo, es experimentarlo, es apropiarse de él, es comenzar a saberlo desde cada sentido o desde la ausencia de alguno, desde nuestra ceguera, desde nuestra dislexia, desde nuestro ver para creer, desde nuestra rotación repetitiva o nuestra quietud que contempla.
Estamos formados por los mismos elementos, allá afuera y aquí adentro. Somos una coincidencia que busca su sentido de la existencia en el otro, en la ciencia, en el arte, en uno mismo.
Ver nos puede enfrentar a la evidencia, pero habitar la mirada nos lleva a encontrar la belleza. Keith Moxey nos muestra partes de un bosque petrificado de California: “de allí obtuve esta belleza”, nos confiesa en complicidad, mostrándonos la fotografía de un souvenir.
- Bosque petrificado de California
- Nebulopsa Gabriela Mistral
Detener el tiempo en una fotografía es un cliché, pero también es un deseo, un habitar. Me permito hablar ahora de mi microcosmos. Hace años, tras la muerte de mi abuela materna, se vació su casa, se puso en venta. Siendo la más chica de las nietas y por ciertas pequeñeces de la historia familiar, nunca sentí que tenía derecho sobre esa casa, no el que tenían mis primos mayores que pasaban mucho tiempo en ella. Era, sin embargo, mía. La soñaba todo el tiempo. Ahí nació mi mamá, ahí recolecté frutas y piedras. Volví a fotografiarla vacía. Mirándola a través de un lente me apropié de ella. La guardé toda adentro mío. La habité, finalmente. Esa casa ya no existe, la tiraron para hacer edificios. Se la tragó un agujero negro. Yo la sigo habitando.

De la serie El Tala
De la serie El Tala
Nos preguntamos qué miserias podemos retratar, cuándo es válido y cuándo no ejercer esa violencia de mostrar, tan violenta como su acción contraria de invisibilizar. Pienso en el habitar como parámetro, como la medida que nos separa de un registro compulsivo del vacío.
Pienso también qué pasaría si no hubiera ninguna imagen del universo, de ese más allá monstruosamente grande y de colores hipnotizantes que nos promete agua y un posible “mundo habitable” para quemar este tranquilamente, colores que brillan en una lejanía casi mística, suspendidos en la órbita perfecta de esta gran coincidencia que nos permite respirar otro día, sacar otra foto, recoger otro caracol, preguntarnos sobre el tiempo, sobre qué es lo que se invisibiliza en un mundo visual.
El universo está repleto de imágenes. Intentamos encontrar en ellas la verdad, pero si tenemos suerte apenas encontramos belleza, que no es poco. Habitar la mirada, el espacio, este mundo, quizá pueda ayudarnos a entender algo —que no es poco— de la enorme coincidencia de la existencia, de esos millones de galaxias que no podemos ver, de esas millones de realidades de nuestro mundo que no queremos ver: la casa cayendo en mil pedazos, los cuerpos desconocidos que se desvanecen en la duda, el registro caótico de un mundo que no podemos habitar porque es tan sólo una imagen a punto de desaparecer.