por Ana Jaimes
Todo deseo nace en la ausencia
Jaques Lacan
El ser humano es sujeto de deseo, cuando el deseo se extingue, se extingue el sujeto, la muerte entonces es el único destino posible de un sujeto no-deseante, así como lo es la inexistencia para un sujeto no-deseado; sin embargo, para que ese proceso suceda debe producirse un derrumbe del psiquismo. El enclave entre este deseo que surge de la ausencia, de la incompletud y el consumismo es, por tanto, una pareja que pareciera inevitable. No obstante, esta díada tiene posibilidad, si no de extinguirse, sí de deslindarse sin que esto produzca un deterioro o ruptura en la construcción psíquica del sujeto.
El éxtasis del consumismo que se experimenta es similar a la descarga pulsional del orgasmo, aquellos sujetos que logran escapar al erotismo del consumo desmedido han logrado entonces reinar sobre sus deseos de una manera excelsa, bordeando una sociedad de consumo a través de la sublimación de sus necesidades, deseos y frustraciones, la cual se ha fortalecido y ha dejado atrás la satisfacción inmediata que producen las compras, aquellos zapatos nuevos; un carro más rápido, vibrante y sediento de gasolina; una casa que llevará, literalmente, una vida entera (productiva) pagar; los aparatos de “la tecnología de punta”; los cafés de franquicias que, si bien no tienen un sabor agradable, tienen una presentación digna de una fotografía, etcétera; y, por supuesto, el alto coste ambiental que esto conlleva y que compromete la sobrevivencia de la vida en el planeta.
Así que la pregunta es: para evitar un ecocidio, ¿qué tanto estamos dispuestos a ceder, a dejar de lado nuestro deseo? Somos sujetos atrapados en la inmediatez de todo, nos rigen múltiples conductas autodestructivas que, aunque pareciera que no se dirigen en automático a nosotros, sí merman nuestra posibilidad de una calidad de vida digna, y aún más, de la permanencia de nuestro legado como especie, de la construcción de un mundo futuro donde figuremos como sujetos no solo de deseo sino de derechos, de ciudadanía, de porvenir.
Desde el uso normalizado de drogas, lícitas e ilícitas, la ingesta desmedida de alimentos y la consecuente sobre-producción de productos transgénicos, hormonados, como los procedimientos cosméticos que se popularizan rápidamente en todos los rincones del mundo mediante las redes sociales, hasta el uso sin control de productos que generan una alta cantidad de desechos, además de la chatarra tecnológica y el consumo de recursos no renovables en grandes dimensiones, así como la transformación de seres vivos en objetos de consumo, de estatus, como la creciente costumbre del uso de animales salvajes como animales de compañía, o de plantas meramente como objetos ornamentales más que como opciones de conservación ambiental, nos encontramos en una espiral desesperada de búsqueda, ya no tanto de completud, sino de saturación de nuestro vacío.
A propósito de estos intentos infructuosos por llenar los huecos del deseo es preciso recordar la frase de Lacan: “El deseo es siempre deseo. La falta genera al deseo. El deseo nunca se satisface del todo. El sujeto está sujetado al deseo” (1958).
Y esa sujeción nos enfrenta a una vida de cárceles de la apariencia, de la producción, del hacer para el tener, para el adquirir, para el deber no de un compromiso moral, sino de deuda. Una cosa es por demás cierta: somos sujetos sociales, inmersos y parte de una comunidad, y en esta multiplicidad comunitaria de vacíos se refuerza entonces la idea del consumo para el goce inmediato, el consumo como un sinónimo del vivir: compro, luego existo; uso, luego existo; abuso, luego subsisto.
Bauman ofrece una frase acorde a esta reflexión: “Además de tratarse de una economía del exceso y los desechos, el consumismo es también, y justamente por esa razón, una economía del engaño. Apuesta a la irracionalidad de los consumidores, y no a sus decisiones bien informadas tomadas en frío; apuesta a despertar la emoción consumista, y no a cultivar la razón” (2007). Esta economía de los excesos y los desechos nos ha cubierto como un velo que impide la mirada más allá de lo que momentáneamente sostenemos en nuestras manos, como triunfo sobre el vacío que al mismo tiempo nos aqueja y nos posibilita ser. Una ilusión que compartimos socialmente.
El sujeto ha sido siempre miembro de una comunidad, lo social que nos rodea y nos define es ineludible; sin embargo, actualmente pareciera que la comunidad no tiene relevancia en uno mismo. La cultura de la competitividad se arraiga profundamente, el recibir reconocimiento y prestigio –que en sí mismos son vistos como bienes en esta sociedad moderna– ha contribuido a la constitución de un sujeto em/poder/ado, en la búsqueda del poder.
En esta concesión del bien común, de la vida social por el estatus y el poder, el pasaje de palabra-acto se ve reducido. El acto que encubre un discurso lleva a situaciones crecientes, en número e intensidad, de violencia auto-infringida y de violencia social, de destrucción del medio ambiente y de inconsciencia sobre la naturaleza y los seres vivos, no como objetos de consumo, al servicio de, sino como co-existentes con uno mismo; el acto como una forma de llenar los vacíos o la falta de sinsentidos, en esta búsqueda de la satisfacción inmediata.
Entonces, como sujetos en falta que somos y regidos con la máxima de que el deseo no se extingue nunca puesto que el vacío que es inherente a nuestra constitución solo va mutando de una cosa a otra para poder mantenernos en el vivir, la verdadera cuestión es cómo no vernos atravesados por un deseo regido por este placer inmediato, ni por un deseo de lo destructivo, sino que se traslade a un deseo de la permanencia, de la posteridad.
La clave de esto, quizá, sea el término al cual se hizo referencia en el segundo párrafo: sublimar. En su significado desde la psicología del Yo, siguiendo la propuesta de Anna Freud, sublimar se entiende como un mecanismo de defensa maduro que consiste en canalizar las pulsiones desde el territorio de los deseos hacia otro terreno donde estos sean más viables o se consideren más aceptables. Para efectos de la reflexión que aquí nos atañe, podríamos decir que este ceder para evitar el ecocidio que se experimenta y aumenta día a día depende de aquellos sujetos que, en una postura de toma de consciencia sobre sus deseos de adquisición y prácticas de consumo, puedan canalizarlos hacia hábitos más viables, desde una postura de moralidad y compromiso con esa promesa de la posteridad en positivo que todos cargamos desde nuestro nacimiento. Al final ¿qué más somos, sino la promesa de un futuro?.