Soñar el Apocalipsis

por Violetta Estefanía

 

Antes de partir hacia el coloquio trabajé con dos textos que trataban sobre el fin de los tiempos. Por un lado, uno de mis trabajos finales se orientaba en torno al deseo humano de ver el fin, de que este “terminarse de todas las cosas” lo bordeara en su totalidad y que él mismo rodeara esa figura fulgurante del último destello: última explosión atómica o golpe de asteroide. Pensaba en Apofis: la promesa dormida del planetoide que en dos vueltas podría acabar con toda la vida en el planeta. Pensaba también en la senectud del sol. Pero soñar estas catástrofes es soñar también con el fin de la vida que hemos escrito a lo largo del siglo XX: es humano soñar el Apocalipsis, porque ver su apogeo es la realización última que tenemos como individuos: “no existe nada después de mí”, “conmigo se va el mundo”.

Antes de entrar en el coloquio quise tocar el suelo de Tlatelolco, lugar soñado también y repasado en obras literarias y periodísticas, en filmes y testimonios recogidos desde que supe de la tragedia, cuando tenía unos 16 años. No lo supe antes, hay un silencio en esa feliz ignorancia en la que nos gusta sumirnos como sociedad. Pienso en las palabras de Borges tomadas por Guillermo Preciado: “La ciudad está en mí como un poema”. La escritura de Tlatelolco enmarca una alegoría fatal, sangre sobre sangre sobre sangre. Pisar la explanada es casi oír los gritos, repasar una a una las historias, inventarse otras. La explanada es una lápida en la que no caben los nombres y da miedo pisar, es la reiteración de que la atrocidad de la destrucción humana no respeta edades, de que la violencia se reintegra hacia todos los discursos y se refugia incluso en los que parecen más sensatos al momento. Tal es la dulzura de la ignorancia, como la que durante décadas hizo oídos sordos del problema ambiental y que sigue sin entender que este país no ha dejado de estar en guerra, por más calma que se dibuje en las ciudades, y que hemos permitido al genocidio como el sino con que nos trazan los dioses mexicanos.

¿Cómo el hombre puede no ser esclavo de su deseo? La pregunta resonó en distintos tiempos del coloquio, como en el silencio tras la cuestión ¿Sabe usted a dónde va su basura? El basurero de Milpillas es el resultado de esa omisión, de la falta de empatía y responsabilidad en la vida moderna. Actuamos en el flujo de los acontecimientos con soberbia, con distancia. Pienso en Susan Sontag relatando que, frente a la violencia o la atrocidad, la gente describe que las imágenes y eventos parecen “una película”. Como si el problema de estas comunidades y el problema ambiental en general fueran aceptados dentro del marco de la ficción de la distancia. Son sólo sus protagonistas quienes experimentan más allá de la realidad virtual las heridas en carne propia, así como Graciela Torres se enfrenta a la enfermedad de la comunidad El Salto y las ficciones distantes del gobierno. Así como la resistencia de Silverio Sánchez suena desde la lejanía como una épica. Es hasta que el cruce de la realidad cobra la factura, así como la muerte de la activista Meztli Sarabia pesó en todos los que estuvimos en el foro. Pensé una y otra vez en la ponencia de Luis Gatica: “que las muertes de nuestros compañeros pesen tanto como el fin del mundo”, que nuestro compromiso pese tanto como nuestro deseo por la extinción.

Antes de volver a mi ciudad guardé la impronta del compromiso que intelectuales y artistas, según ya lo había anunciado Lyotard, guardan frente a las luchas sociales. Está por un lado el peligro que Sergio Villalobos enunció respecto al “turbio mundo universitario de las luchas poscoloniales”. Pensaba que la consigna debería afectarnos de manera más personal, pensaba en la posibilidad que refugia la producción artística: el cineasta como narrador y distribuidor tiene la consigna de extender la extinción lo más que pueda, lo más que toque. Finalmente, como mencionaba Joanna Zylinska, quizá hay que preguntarse: “si no podemos mirar al Sol, ¿cómo podemos ver la puesta de sol?”, respecto a la pieza de Penélope Umbrico, quien dio forma a tal proyecto con la serie fotográfica Suns from sunsets from Flickr, paradoja que privilegia a la vista por el registro fotográfico de lo que los ojos no pueden ver. Quizá esa sea la consigna, que todo aquello que negamos y tapamos por el deslumbramiento de su magnitud, todas estas problemáticas ambientales y sociales, puedan empezar a dialogarse y diseminarse por otras vías, como la escritura y el arte.